sábado, 1 de marzo de 2014

Encerrada.

La música llegaba a mi cerebro suavemente, acariciando mis oídos, dándome un placer que solo se consigue cerrando los ojos y haciendo del latido de mi corazón un imperceptible balanceo. Pero mi balanceo no estaba al compás de mi corazón, ni tampoco mis ojos estaban cerrados a causa de ese gran placer llamado música. Mi movimiento iba al ritmo de mis sollozos y mis ojos estaban cerrados para que de alguna manera, esas lágrimas desafiaran las leyes de la gravedad y volvieran a ellos. Mis manos, en vez de chasquear junto al sonido que fluía por mis orejas, estaban sujetando varias cuchillas, más grandes, más pequeñas, manchadas de sangre, limpias. Por un momento, la calma, se apoderó de mi pulso para facilitarme el trazo de una gran y profunda marca que nunca desaparecería de mi piel, ni de mi piel ni de mi corazón. Notaba como las gotas de sangre caían sobre mis piernas haciendo un precioso cuadro de lo que es la desesperación, el cansancio, el miedo.
Las canciones habían terminado, ya solo quedábamos la oscuridad, el silencio, mis demonios y yo. 
Yo intentaba levantarme, buscaba la salida de ese infierno, necesitaba salir de allí, pero todo no es posible.
Cada vez los cortes son más profundos, mi mirada está más perdida. Ya no hay ninguna puerta por donde salir, estoy encerrada.